domingo, 19 de enero de 2014

SALTANDO SOBRE LOS CHARCOS

            
        
           Había  llovido con fuerza la noche anterior, pero el sol desde temprano, aunque tímidamente, se había empeñado en regalarnos un Sábado templado y luminoso.
              Nuestra madre como pudo nos tuvo en casa toda la mañana, entre juegos infantiles, carreras y saltos que la pobre aguantaba con amorosa paciencia, pero tras el almuerzo, sobre las tres de la tarde, viendo que el día cada vez era más agradable, y podría descansar un poco, si los dos pequeños la dejaban y no se despertaban de la siesta, nos abrió la puerta de esa mazmorra que para nuestras alocadas energías infantiles era nuestro piso de sesenta metros cuadrados, en una sexta planta de LÓPEZ DE GOMARA, en los desapacibles días de invierno.
          
  
          Un  chaleco gordito, la trenka y las indispensables botas de aguas; un pedazo de pan con una onza de chocolate, y mi hermano y yo bajábamos, con esa alegría atropellada de los niños, el ascensor estaba prohibido,  corriendo por las escaleras. Tras recoger a  algún vecinito del bloque y buscar a los amigos del barrio comenzaba nuestra nueva aventura; sin horarios, el reloj no importaba, sin limites, tan solo el que marcaba el Sol en lo alto del cielo porque había que volver antes de que se hiciera de noche.
             Y tras acercarnos al cercano mercado de SAN GONZALO, en la plaza de SAN MARTÍN DE PORRES, y antes de que el basurero se las llevara, rescatábamos unas cuantas cajas de madera, valioso tesoro en nuestras pequeñas mentes, de las que el frutero había apilado junto a su puesto.Esas cajas donde también encontrábamos alguna que otra naranja pachucha que serviría para tapar la boca, literalmente, a alguno de nuestros enemigos de las otras barriadas, al que dejaríamos atado a algún árbol, o en uno de los túneles del TARDÓN, hasta que alguno de su panda o una persona caritativa lo liberara de tan "cruel" martirio.

            La columna de exploradores, emulando a nuestros  queridos MADELMAN estaba preparada, y cada uno con su caja, nos íbamos  adentrando en lo que teníamos como los confines de la Tierra, en aquellos terrenos baldíos, en los descampados que en torno a la novísima Parroquia de San Joaquín aun existían en una nueva TRIANA en expansión.
             Allí, entre montones de escombros que nos parecían montañas que se recortaban en el horizonte, entre los matojos, los pepinillos del diablo, las ortigas, los mil y un ramajos que creíamos una selva de plantas venenosas y mortíferas, en algún pequeño claro, montábamos, con las cajas atadas con algún cordel, cubiertas con trozos de cartón cogidos de aquí y de allá, el más seguro de los refugios.
             Y nos sentíamos  a gusto, y nos tumbábamos en el suelo, sobre los cartones sobrantes, a contarnos historias, a hablar de alguna niña del barrio o del cole, a comernos el paquete de PIPAS CHURRUCA que habíamos comprado como víveres antes de abandonar la civilización. 
            Y salíamos a cazar alguna de las "fieras salvajes" que nos rodeaban: ZAPATEROS que cogíamos con una caña o alguna que otra LAGARTIJA a la que le cortábamos el rabo y dejábamos escapar corriendo, como alma que se lleva el diablo, temiéndose lo peor.
             Y así,  hasta que el Sol se cansaba, y los valientes exploradores volvían a su hogares, con sus madres, con sus hermanos pequeños, tras haber vivido , una vez más,  la más inolvidable de las aventuras.
             Con nuestro ocho, nueve años, no necesitábamos de grandes lujos, de viajes a países maravillosos, de coches de impresión para ser felices, para sentirnos libres, entonces todo era más fácil, más sencillo, y la libertad tenía el tamaño de un descampado detrás de una tapia, el calor de unas cuantas tablas de vieja madera y el tacto húmedo y pesado de una botas de agua, con alguna grieta de tanto recorrer senderos inhóspitos de países imaginarios, soñados entre los cascotes, el barro y los charcos donde saltábamos, sobre el reflejo luminoso del más mágico y puro de los  Mundos.


ENVÍO: A mi amiga REYES, en la común añoranza de un tiempo en que el alto vuelo de una cometa, el refugio, cálido y seguro, de una caja de cartón o el chapoteo de unas botas de agua sobre el espejo mágico de los charcos, era sinónimo de felicidad y libertad. 

FOTO Nº 1 - José Manuel Holgado Brenes.

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